Cada vez más alto y más alto. El cielo se acercaba. Podía tocar las nubes. El sol le quemaba el rostro.
No sabía si era real lo que estaba viviendo; no sabía si era un sueño o una ilusión; lo único que sabía era que estaba disfrutándolo al máximo. Tantas horas de trabajo y de desvelo por fin rendían frutos. Todas las mentiras dichas a sus padres, acerca de esas misteriosas salidas nocturnas, estaban justificándose ahora. ¡Volaba!
Y con sus manos hacía bolas de nube y las lanzaba al suelo; y en sus oídos, el zumbido de las abejas volando cerca de él, se convertía en hermosa melodía; y en sus ojos, el cielo parecía cada vez más cerca.
Y veía a la gente correr debajo de él, gritaban eufóricos y con esto su emoción crecía, se sabía envidiado; solo él había conseguido lo que muchos solamente han soñado: ¡Volaba! Igual que el joven de la historia que le contara su amiga Lupita, la del 5, ¡sí! Igual que él; igual que Ícaro.
El vuelo se le estaba haciendo eterno y le parecía maravilloso; ya no quería bajar al suelo jamás ¿para qué? Así estaba bien, sin gente que le gritara loco y le diera un zape. Ahí arriba todo era tranquilo y sereno; se respiraba paz.
¡Pobre Elías!, el loquito del 7 como lo llamaba la gente de la vecindad, a sus cortos nueve años y con su retraso mental, no había entendido que la historia de Ícaro no era real. Creyó que sus alas de cartón y papel crepé serían más resistentes que las de cera y plumas.
Ya no podía tocar las nubes. El cielo se alejaba poco a poco. El sol desapareció de su rostro.
Cada vez más bajo y más bajo. El suelo se acercaba. Vio que los rostros no eran de envidia si no de horror. Y lo que le quemó el rostro no fue el sol; fue su sangre caliente al estrellarse de cabeza.
Por: Paco Magaña
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